Selección de textos de narrativa

AMOR DE MAR:
Para Miguel y Selma esta historia de amor y piratas.

(FRAGMENTO)


           I

Hemos pasado la noche (el cielo azul oscuro con una luna radiante) en la ensenada, al pairo, el barco prácticamente sin moverse, (se oía el crujir incesante de los cordajes), y aunque se dio a la marinería y a la chusma de galeotes una ración de agua con vino y cuatro onzas de habas con galletas a peso ralo, y se ordenó a los cómitres prudencia y modos razonables (lo que normalmente producía un gran desorden y un vocerío infernal), sabiendo todos lo que nos esperaba a mar abierta y lo incierto que sería nuestro amanecer, se hizo un silencio seco en la cubierta y en las bodegas, y excepto algunos que canturreaban por la proa (eran marinos ingleses desertores y medio bucaneros), la gente contenía los ademanes, hablaba poco y en tono bajo, y algunos, con gestos melancólicos o decididos, limpiaban los arcabuces o desangraban los desaguaderos.

Habían subido ya (iniciamos la operación nada más meternos en la ensenada a la atardecida), los 200 barriles de la aguada y fui yo mismo con la chalupilla y cinco marineros el que marché a la descubierta por toda la isla y, al regreso, ordené el embarque que terminó en los comienzos de la noche.

Cuando entré en el gavón de los oficiales mis tres compañeros estaban tumbados en sus camastrones y sólo Olavide, como siempre, parecía no dormir, el camafeo de su madre sobre el pecho, el rosario de cuentas de plata entre las manos, y sus ojos entornados.

Ya desabotonada mi guerrera, quitábame las botas, (verdes de los algazos de la playa y encharcadas de los empoces y la humedad), cuando comencé a oír con toda claridad los rezos de las cinco mujeres —la mujer del capitán, doña Guzmana, Marcela y Expédita, sus hijas, y las dos criadas— que se habían instalado cabe a nuestro gavón, en la cabineta del consejo.

Era un rezo pausado, constante, incluso tranquilo, despejado, y yo sabía distinguir sin lugar a duda alguna la voz de Marcela de entre todas las demás.

Me eché en mi camastrón con la espada en la mano derecha y mi pistoleta en la izquierda, como mandan las ordenanzas, una vez que el Capitán había mandado sonar el alarma.

El barco cimbreaba de babor a estribor, que Olavide llamaba, “el cimbreo para soñar”, y no de proa a popa, “el cimbreo del desterrar”.

Había visto por primera vez a Marcela cuando llegó a las dársenas que huelen a salazón y a tabaco, a agua estancada y aguardiente, en la mañana del quince de julio, próximo del día de la santa Virgen del Carmen, después de la misa del Gobernador.

Yo era el oficial de borda y mandaba a gritos arrear los fardos y los barriles, trasegaba a la marinería y a los cómitres con el estoquecillo y me preocupaba de que arreciaran bien en la cámara de velas y cordajes. Me habían ordenado adecentar la cabineta del consejo y poner allí tres camastrones, y a los pies dos jergones de hojas de maiz.

A la caída de la tarde, poco después de la hora de las lluvias, llegó el carretón del capitán con arcones de cuero y de madera, varias lías inmensas rodeadas de cuerdas de cañamera y cuatro o cinco valijas que llevaban las mujeres —la que llevaba Marcela, de color morado y con una encajería negra— sobre sus piernas, sentadas como estaban contra el sol ya casi desaparecido, fría la tierra todavía por la humedad y los ventarrones.


 
CUENTOS AMERICANOS:
 
CAPE PORPOISE

Para Jas y Jan Hayden.


(FRAGMENTO)



Mi padre me iluminó la cara con el haz de luz de la linterna –estábamos los dos en el granero– y me dijo:

–¿Cuántos años tienes, Peter?¿20?

–Tengo 19.

–Dime,¿qué piensas tú...?¡Háblame de la familia!

–Madre murió.

–Sí.

–Y mi hermano casó con la mujer con la que no debió casarse.

–Sí.

–Al único que tengo es a ti.

–Sí.

–Pero tú puedes hacer poco...nada por mí. Yo por ti, tampoco.

–Está bien. Pero yo puedo hacer algo por ti todavía.

Me hizo un gesto con la cabeza. Fuimos hasta el último rincón oscuro del granero. Iluminó la Dodge.

–Eso es lo tuyo, Peter.

–Sí.

–Y...ya sabes lo que quiero ¿verdad?

–Sí.

–No puedo hacer otra cosa mejor. Debes irte de esta casa.

–Sí.

–Bien, muchacho. Que tengas suerte.

Y se fue muy despacio, tanteando la oscuridad, hacia el portón entreabierto.

Cuando bajé las escaleras con las botas limpias y la bolsa de mi ropa, padre estaba en el sitio de siempre, pero mirando por la ventana hacia la oscuridad. Estaba muy quieto.

Yo me acerqué, dudando.

–Bueno, padre...

No se movió. Me golpeé con la mano el bolsillo del pantalón donde tenía las llaves de la camioneta.

–Bueno, padre. Yo me voy.

Volvió su cabeza muy lentamente. Y me miró.

–Ven. Ponte aquí. Frente a mí. Que te vea.

Me di cuenta entonces que en el regazo de sus piernas tenía una taleguilla de hule de color negro. Me la entregó.

–Toma. Ahí tienes 40 dólares. Y la Biblia. Nada de lo que me dijo ese libro que debía sucederme me sucedió. Pero, a pesar de todo, creo que es bueno que un hombre lleve consigo por lo menos un libro.

–Sí.

–Y con una Dodge y 40 dólares se tiene bastante para comenzar una vida. ¿Es así, Peter?

–Así...Así es, padre.

–Bien. Déjame que coja tus manos.

Sentí un frío húmedo que me llegó a los huesos.

–Bien, muchacho. Que tengas suerte.

Y volvió sus ojos al fondo de la oscuridad.

–¿Habría algún trabajo por aquí?

Aquel tipo me contestó sin mirarme.

–¿Y de dónde vienes tú, muchacho?

–Vengo del Sur...De Moshanon, Pennsilvanya. De muy lejos.

–¿Muy lejos?¿Pennsilvanya es muy lejos?

–Sí. Con lo que he aprendido por el camino, Moshanon se quedó muy lejos. Muy lejos.

Miró a la camioneta.

–¿Con eso recorriste tanto mundo, muchacho?

Metí las manos en los bolsillos, eché mi cuerpo atrás y apoyé la pierna en el vallado. Busqué, de entre mis pensamientos, las palabras mejores y dije con voz tranquila señalando a la Dodge.

–En ese asiento he aprendido todo lo que sé.

Había alzado por fin los ojos para mirarme. Dejó los aparejos en la popa de la barca, el cigarrillo en la boca.

–¿Y qué aprendiste, muchacho?

Subió al pantalán de un salto.

–¿Qué aprendí? Que uno aprende cuando se pregunta por lo que no se ve.

–¿Por lo que no se ve porque está más lejos o porque está al otro lado de las cosas?

–Por lo que está más lejos.

–Ah...¿Sí?¿Y tú cómo te llamas?

–Me llamo Peter.

–Ah, muy bien, Peter. Yo me llamo...

Estaba subiendo muy despacio los escaloncillos que llevaban del pantalán al embarcadero, hacia la valla sobre la que yo había echado mi cuerpo.

–...Yo me llamo, Lone. Pero me dicen Lonely.

Volví a buscar entre mis mejores palabras.

–Mi nombre me lo pusieron. Pero para llevar un nombre como el tuyo hay que saber ganárselo. Así debía ser siempre: primero, ser una cosa realmente para después tener un nombre.

Había llegado a mi altura. Llevaba un pantalón ancho de pana, unas botas altas de goma y un zamarrón de hule amarillo.





HUERTO MÍSTICO:
Para Julio Neira y Teresa Arce.


(FRAGMENTO)

 
 
Vinieron los dos poco más tarde del Angelus acompañados por Hermógenes, nuestro manotén. Venían ya de hábitos, sobre unas mulas castellanas y en los serones llevaban dos talegos grandes con las bocas amarradas con cordeleras de esparto.

El hermano portero había tocado la campanella de entrada y cuando salí a patio venían ya por lo hondo del camino de Nuestro Señor, revarados a la derecha, pegados a los eucaliptos de sombra, a paso de hambre, con Hermógenes a la cabeza que iba a pie con su bastón de pruno y mirando a tierra.

Cuando llegaron a boca de patio ya los vi bien. El primero que echó pie a tierra era un hombre en madurez, de pelo ralo pajizo, de labios al dentro, cejas espaciadas y manos muy grandes, nudosas. Tenía una buba abierta a media frente, al nacimiento de los cabellos.

Se acercó a mí con las manos en santa, con grande recogimiento y, mirándome a los ojos, se arrodilló.

Hermógenes, con los cabestros de las mulas en la mano, le decía que sí con la cabeza, que sí, pero el hombre no pronunciaba palabra alguna.

Se oyó la voz de Hermógenes:

–Ahora. ¡Es ahora! Dilo.

Era de voz parca.

–¡Bendito sea Dios!

Lo dijo mirando a tierra. Y yo le contesté:

–¡Bendito sea por siempre!

Se oyó otra vez a Hermógenes:

–Ahora. ¡Ahora!

El hombre dijo:

–Me llamo Eulogio y soy de Espejes.

–Te llamarás Martín de Santa María.

Y Martín se echó a un lado y quedó a espaldas de Hermógenes, como rezando en un susurro, mirando bajo, las manos enlazadas sobre el vientre.

Y puso pie a tierra el mozuelo. Muy delgado, de cara ancha, dibujadas las cejas, manos finas, nariz delicada, pelo de salvia, de ojos color cielo y de buen talle.

Se arrodilló a mis pies.

–¡Bendito sea Dios!

–¡Bendito sea por siempre!

–Me dicen Ginés y soy de Turón.

–Mírame, muchacho, mírame.

Vi sus dientes blancos de leche, bien parejos.

–Te llamarás...

Enlazó las manos y bajó sus ojos.

Yo miraba su piel blanca, el atosigo ansioso de su pecho, la devoción de su humildad.

–Pedro, Pedro de la Caridad.

Miré al cielo y di gracias a Dios.

–Martín de Santa María y Pedro de la Caridad, id a la Iglesia y poneros en oración.

Hermógenes estaba todavía alelado, cogido a las sogas de las mulas que babeaban.

–Y tú, vente conmigo, que has de hacer cosas para el servicio de Dios.

Lo entré por el portón de Ánimas y lo bajé al soterraño y allí le hice tomar dos cántaras de aceite, una talega grande de almendras y dos tabuesos de almagre.

Hermógenes murmuraba como si fuera una licción:

–Las cántaras para don Fadrique, las almendras para las dueñas de Almaraz y ¿ el almagre?

–El almagre para Serafín el carpintero.

–El carpintero...

Si yo había de sufrir alegre las imperfecciones e impertinencias de todos mis hermanos del monasterio, aún las más sutiles y delgadas, ¿cómo no soportar con contentamiento las del pobre arriero que las hacía sin dolo alguno y con la santidad del que es pobre y sabe sólo de menudencias temporales y de avíos y arreos de este mundo?

Le estuve viendo cargar las mulas y cuando terminó le hice arrodillarse y rezar de cara a la espadaña y, al término, rogar perdón por sus faltas pegada la cara a tierra.

Y después, a la entrada del camino de las escalonias, lo dejé ir susurrando sus pensamientos, las mulas azorradas, golpeando sus herraduras contra los empedrados, hasta perderlo de vista.

Para empezar las tercias entré en la Iglesia. Allá junto al altar de la Santa Gracia, acunado sobre sí mismo, las manos tapándole la cara, el rosario entre los dedos, estaba Martín de Santa María.

No veía a Pedro de la Caridad. Se empezaron a oír las campanas. Yo adelanté unos pasos entre los bancos alineados junto a las columnetas.


 
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE THOMAS DE QUINCEY:


(FRAGMENTO)




Thomas era un joven apasionado. En la primera nota que me dejó entre los dobleces de un pañuelo bordado que me trajo de Londres, (mi madre me dijo: “el mayor regalo de un caballero será siempre su presencia, pero, ¡por Dios, qué bello es ese pañuelo!”), me había escrito: “Mi adorable Margaret: la luna no siente ninguna pasión. La ponemos nosotros cuando la miramos y nos sentimos solos y extraños en este mundo. Nada desearía más que su consuelo y su compañía. Con toda la pasión, Thomas”. El papel me temblaba en las manos. Miraba el trazo firme y sinuoso de las letras y un golpe de luz me daba en los ojos cuando los detenía sobre su nombre. Me aprendí de memoria sus palabras y las repetía, en el huerto y en los establos, ante el espejo cuando desnuda me miraba los pechos fuertes, los pezones rosados justos para abrirse, la rotundidad de las caderas, la anchura plena de los muslos, el manchón de vello negro, crespo e intenso que tapaba el hueco por donde también (como en la boca, el vientre, el cuello, ¡Dios!, el cuello) fluía la más grande pasión.


El sábado siguiente había llegado, como casi todos los sábados que andaba por el condado, a las cuatro de la tarde. Mi hermana pequeña le abrió la puerta de la casa, y él se había sentado doblando la pierna derecha sobre la izquierda en un movimiento tan distinguido como yo no hubiera podido imaginar.

–Señorita Margaret, no sé si se dio cuenta de lo hermosa que fue la luna de ayer.

–Oh, Señor Thomas, ¡nunca la había visto tan bella!

–Señorita, no sabe la alegría que me da...

A las seis de la tarde cuando ya tenía que irse necesariamente, lo vi nervioso, mirándome como deseoso de decirme algo, retardando incomprensiblemente su despedida.

De pronto se dirigió a mí de una manera muy resuelta:

– ¿Aquel árbol?

Me hizo, con un gesto delicado, acercarme al ventanón de la sala y mirar hacia fuera. Se acercó a mi espalda y se puso tan cerca (siempre estuvo de mí a más de ocho o diez pasos) que sentía claramente su respiración. Yo percibía un atosigamiento en todo su cuerpo y la ansiedad que llevaba alrededor de su aire y sus gestos como el que lleva un lazo al cuello.

–Aquel árbol...Sí aquel árbol.

– ¿Cuál Señor Thomas?

Efectivamente se acercaba a mí y me quemaba la piel debajo de la ropa. Me sentía ufana y tensa, despreocupada e inquieta, temblorosa.

Al lado de mi mejilla pasó su brazo y olí el vaho de su cuerpo por primera vez. Lo señaló.

–Ése, ése.

–Es un cerezo, Señor Thomas.

Puso su boca rozando mi cabello y me susurró:

–Peggy, mira esta noche ese árbol. ¡Míralo!

Y se volvió de repente.

–Oh, Señora Sipsom, tiene usted los cerezos más hermosos del Condado...

–Así es, Señor de Quincey.

Tomó su sombrero y se fue despidiendo: de mis hermanas, con un beso; de mi madre y de mí, con una leve inclinación; y de mi padre, rozándole levemente su hombro en un gesto de gran familiaridad.

Apoyándose en su bastón, con una graciosa vuelta de su cuerpo, enfiló la puerta de salida.

Y ya en el umbral se volvió y mirando al vacío, dijo:

–Querida familia Sipsom, hasta el próximo sábado. Que Dios bendiga esta casa.

Hizo una ligera inclinación de cabeza y se marchó sin mirarme.

Yo no vivía en este mundo desde aquel momento en que, tiritando de frío, salí de casa, a hurtadillas, me acerqué al cerezo y allí atado a una rama que se abría hacia el huerto, a media altura, en una bolsita hecha primorosamente con un trocito de tela de seda, estaba una nota en la que me pedía que nos viéramos aquella misma noche en los alrededores del granero, en la puerta de atrás, la que daba al prado bueno, al ancho, que se extendía hacia arriba, hacia los hayedos. Esos momentos no fueron de este mundo ni pertenecían a esta vida. Sólo sentí que un fuego inmenso me bullía por dentro.

El primer encuentro fue apasionado, con una mezcla de violencia y ternura. Thomas hacía con su cuerpo una sabia distribución de los espacios y me tocaba, me acariciaba, lenta, sin majestad alguna, pero con la insistencia y afán que se tienen en los años de la juventud para esos menesteres. Ahora sé que a esa edad basta con una disposición abigarrada e intensa del corazón para que todo parezca hermoso y convincente. Por mi parte estaba entregada desde antes de encaminar mis pasos al granero y cada experiencia que iniciaba me parecía el descubrimiento de una hermosura y si sentía dolor o vergüenza o indiferencia, todo era capaz de convertirlo al momento, (haciéndome culpable de una pobreza más de mi vida), en una incapacidad para entregarme realmente, en una incompetencia más de la que tendría que liberarme por un esfuerzo que, costara lo que costara, estaba dispuesta a realizar.

Thomas significaba, cada día que pasaba con mayor evidencia, la posibilidad de escaparme definitivamente de ese mundo mísero y corto, pobre y repetitivo hasta la saciedad, embrutecedor y áspero que significaba “The Nab”. Su amor iba representando , cada vez cón más fuerza, mi ascensión; sí, era ascender, elevarse, volar, ( Oh Dios, por fin volar, subir) a otro mundo donde me sería posible moverme libre, ampliar, conocer, descubrir, andar por avenidas generosas y holgadas, y que los árboles y las plantas se convirtieran en un adorno (¡cómo soñaba con los jardines y los parques!) y no en un esfuerzo; verles el color y la belleza y no los peniques que podían ganarse con la venta de sus frutos.




LA IMPARCIALIDAD DEL VIENTO:
BLANCOS NEGROS


(FRAGMENTO)

 
Nada, nada es igual. Salvo la luz. Y el color de la campiña, de las lomas sepias de almendros, ciruelos, y más altos, los olivos subiendo hasta las crestas. La placilla es más pequeña, blanca pero pajiza, con el cuarterón vacío que le da viento a las casas, y deja el campo, ahí mismo, a la vista. No sé qué calle es esta por la que voy bajando, con aceras de losetas amplias, entre verdes y rojas, y algunos mandarinos pegados al borde de la calle misma. Ni conozco las tiendas que son más anchas, abiertas ahora, donde el chocolate y el caramelo, donde el melón y los calabacines, donde el cuarto de carne, la margarina, donde la botella de vino y la cerveza fría y ¿dónde aquel puestecillo, del esquinazo, allí, allí, donde las bolas de cristal, de mármol y de barreta, y la pipa con sal, y la papa de menta? También esas caras, esos cuerpos, las ropas incluso, su textura y su color, son otras; otros, los ademanes, las figuras esperando el tiempo, las mozas de carnes duras, las plazoletas, son también otras. Ya, otras. El fluir de la calle, el paso de la gente, el aire de sus movimientos, el sonido intenso de las motos, de los coches salvando la estrechez son también otros. Todo es otro, menos esos hombres secos, espigados todavía, puestos de pie, en rincones y esquinas, en el banco del nuevo jardincillo, en los poyetes que van al arroyo, tercos, despaciosos, soleados, con gorrillas pajizas y anchas correas. Ellos son los mismos, los últimos, el rastro de aquellos años. Ellos, sí.

- ¡Manuel, Manuel!
- ¿Qué?
- Tú eres, Manuel, el Rancho, ¿no?
- Sí. ¿Y tú? ¿Tú?
- Sí. ¿Yo?
- Tú...
- Yo soy el «Ciclón», el de Tomás.
- ¡Hombre, «Ciclón»!

Queda la cal, su mansedumbre, su pobreza limpia luchando con la loseta de colores vivos, de brillo sopón, contra rejas hermosas, tan hermosas todavía. Oigo atrás las palabras, algunas mujeres que se asoman del zaguán, y dicen las palabras, esas sí, cualquiera de ellas, tan de siempre, de tono pausado, suave, suave, sus músicas, única sus músicas.

Y algunas, al paso, las oigo:

- Sí. Sí, claro, ése es el Rancho.
- Sí. Sí. El Rancho.
- El de la Armonía, sí.
Y desde este desvío del mundo, desde esta belleza modesta pero entera, íntegra, me voy allí, a Bandolé, flecha de acero clavada en mi pecho, Oddé vente, vente, vente y deja todo, vente a mi mano, quédate agarrada a mi corazón, y vuelve tú a tu casa. Ruzafa, al lugar del cálido migajón, no abandones.
- Sigues igual, como de zagal. Rancho. Tienes el mismo porte, andandito, con ese porte, andandito para tu casa. Lo mismo que de zagal. Rancho.
Sí. Atraviesas el arroyo, el bajón hacia el agua escasa y la piedra abundante, y sí, ahora sí, es igual, igual, la explanada saliendo del puenteco, la anchura blanca de la tierra, y allí está tu casa, las ventanas iguales, iguales, con su color verde seco, las rejas escuetas, negras, negras, la simetría burda de los huecos, la balaustrada blanca de la azoteilla, el portalón solemne, la casa que es tu casa, ésa sí, igual sobre el tiempo, igual, de zagalillo a hombre, sobre el tiempo. La cal azul de tanta, de tantos años, blanca, blanca, cuando doblas el espinazo y miras. Allí sí, allí, asomabas tu cuerpo con tu escopetilla de madera, apuntando sigiloso, sabueso, moco arriba, moco abajo, sorbe que te sorbe, apuntando a los vencejos, negros, con un punto de plata, vi, vi, vííí, haciendo blanco con el negro, pum, pum, puuum, caían, caían, tú los veías caer, hacia la explanada, diciendo ay, diciendo Rancho, diciendo ay, ay, los vencejos negros, ay. Rancho, me diste, ay, ay, vi, vi, vííí... moco arriba, moco abajo, con la escopetilla, en aquella misma ventana, en esa misma ventana.
Rancho está sentado en el poyete que cierra la riberilla del arroyo, frente a su casa. El portón está cerrado. Sólo una de las ventanas de la segunda planta está entreabierta. El sol alumbra de azul la cal, la pequeña explanada entre el poyete y su casa, y el tejado marrón intenso con las tejas viejas y verdejones salientes, la primavera sobre el otoño. Alguna persona pasa:
- Buenos días.
- Buenos días.
Pero son el silencio y el sol los que invaden la plazuela. Rancho está tranquilo, sus pies separados sobre el suelo, una espiguilla en la boca, los ojos fijos, fijos, en el portón de su casa. Sonríe suave, las manos abiertas sobre sus rodillas.
Ha salido su madre con una silla de anea en la mano derecha y con la izquierda, haciendo como un bolsón de su delantal negro. Se ha sentado, despacio, en el sombrajo que hace una parra abundante, verde intenso, en la misma puerta de la casa. Ha juntado sus piernas y del bolsón, ahora ya desaparecido, ha quedado sobre ellas unas cuantas zanahorias y un cuchillo de cocina.
Rancho se ha puesto de pie. No da un paso. La está mirando, todavía con esa sonrisa en la boca. Antes que abrazarla quiere verla, recordar sus rasgos, saber cuáles de ellos ha desarbolado el tiempo, recomponer uno a uno sus movimientos antiguos, traer a la memoria la compostura de su cuerpo cuando se sentaba, la paz que sabía darle a los acontecimientos, la sabia resolución de sus manos para tratar las verduras, las frutas, los membrillos.
Rancho ha comenzado a andar. Se acerca a su madre, despacio, sin saber qué hacer de sus gestos, sin saber qué decir, cómo anunciarse.
Ha llegado al filo de la sombra que da la parra sobre el empedrado, a muy pocos metros de la silla de su madre y allí se ha parado. No dice nada.
Su madre ha dejado el cuchillo sobre el delantal y con su mano derecha ha hecho una viserilla para sus ojos. Y ha estado mirando a Rancho unos segundos infinitos, infinitos. Tampoco dice nada.
Y de pronto abre sus dos brazos sentada en su silla de anea, sin levantarse.

- Ven aquí. Rancho, ven aquí.

Se han agarrado las manos y han juntado sus caras, la piel de sus caras, con los ojos cerrados. Rancho siente en su oído un susurro que le trae su niñez como un relámpago.

- Mi Rancho. Mi Rancho de mi vida, mi Rancho.

Todavía no ha dicho una sola palabra. Quisiera que esa ternura, esa sencillez directa del amor, quedara allá, revoloteando alrededor de la parra, incesante, incesante, revoloteando sin salir de aquella sombra, de aquel mínimo lugar del mundo, y luego pasara de su piel al corazón y del corazón al lugar recóndito donde se guardan los recuerdos que nunca nadie, ya jamás, podrá olvidar, podrá olvidar.

- ¡Santiago, Santiago!

La madre sigue con las manos de Rancho en sus manos.

- ¿Qué?
- Santiago, ¡que ha venido el niño, el niño!
- ¿Qué niño?
- El Rancho, Santiago, ¡ha venido el Rancho!

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